martes, 25 de noviembre de 2008

El espejo

Daniel deja de ser Daniel por unas maravillosas horas.
Se mira al espejo y se quiere. Sonríe mientras con el dedo índice se quita el carmín que mancha ligeramente un diente blanco, impoluto. Se pinta las cejas arqueadas, exageradamente cilíndricas y rojas pasión. Se cepilla la peluca despacio, sin deshacer los rizos cobrizos que le cubren los hombros desnudos, delgados hasta marcar sus huesos finos. El espejo en el que se reflecta es lo suficientemente pequeño para no ver lo que no quiere ver. Apenas enmarca su rostro y su cuello, si se aleja puede llegar a verse esta los hombros descubiertos por el palabra de honor de su madre. Pero cuidado, no va demasiado lejos porque un paso más atrás y el espejo le enseñará una la realidad que es tan pura que arde y deja marca.

Suena la puerta. Les oye entrar, cierra el pestillo del baño. Su corazón se acelera al ritmo de los tacones y los zapatos que golpean el parquet del piso.
“¡Daniel! ¡Daniel!” Le gritan. No responde. Fija los ojos en el pomo de la puerta que se mueve frenético. “ ¿Ya estás otra vez en el baño?”espeta su madre. Silencio incómodo. “Déjale mujer a esa edad es normal que el chaval esté metido en el baño …”Sonríe pícaro. Suena un suspiro y se alejan los pasos. Daniel no quiere ya mirarse al espejo, se le ha corrido el rímel.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

El olor que un día fue de sueños

Es una extraña visión pero ahí está. Es una vieja casa en un pueblo no muy lejano a la capital. El tejado, de tejas enjutas, de un color que en algún tiempo rozaba el rojo. En la puerta principal se puede observar con claridad a una pequeña.
La niña juega con algo entre sus diminutas manos. Su pelo, negro zaino, cae con delicadeza sobre sus hombros morenos. Insisto en la extrañeza del objeto que pasa danzando entre sus dedos a ritmo de un compás que no se escucha.
Si nos acercamos un poco más, apenas unos pasos, daremos un respingo al vislumbrar asombrados que el objeto de su entretenimiento es un pitillo.
Se escucha un crujir de paja en el patio trasero y la niña guarda rápido su tesoro en el bolsillo de su pantalón. Tras unos segundos (que para ella son eternos) aparece un hombre. Cualquiera diría que roza los setenta años. De espaldas anchas y piernas robustas. Toma con sumo cuidado a la pequeña y la eleva hasta el cielo. En ese momento ella piensa que no hay nada más alto, que el cielo llega sólo hasta donde es capaz de levantarla y ve al mismo tiempo como se aleja de aquel azul intenso cuando toca con sus pies el suelo de piedra.
El viejo le toma la mano y la acompaña al interior de la casa. Se sienta en un sillón enorme, acorde con su anchura y ella se acurruca en su regazo.
Sin quererlo se queda dormida. Momento en el que él aprovecha para sacarse la cajetilla y fumar mirando a la chimenea.
Como hemos dicho la niña está durmiendo. Sus sueños siempre huelen a humo de tabaco, pero a ella no le importa, porque es así como huele su abuelo.

Otra visión, esta vez de un color distinto.Es un domingo cualquiera. Sus padres se fueron de madrugada y la dejaron con sus tíos. La niña ha crecido unos centímetros desde el principio de la historia. Sus hombros morenos se han clareado pero su larga melena morena cae con la misma gracia sobre sus hombros. Es lo suficientemente pequeña como para llorar en público sin pudor, pero lo suficientemente grande para no querer expresar palabras y guardárselas sólo para ella. Apenas entiende las palabras sueltas sobre aquel brutal acontecimiento. La única que asimila es “tabaco”. Su primer impulso es correr hacia su cuarto y abrir la cajita donde guarda un par de cigarros. No puede evitar aguantarse una arcada de asco al identificar aquel olor con el de la muerte.

Fin de la visión.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Última oportunidad

No sé ni por qué me molesto en escribirte sabiendo todo lo que me has hecho a mí y a los míos. Tu llegada fue caótica y he intentante arrasar todo lo que encontrabas por tu camino. Contigo llegó la muerte, el desengaño, la mentira, la enfermedad, la tristeza, la indiferencia y la desidia. Trajiste estos adjetivos (sabiendo perfectamente que los odio) a nuestras vidas y encima nos miras de reojo, como desafiándonos, que patético.

Sabes de sobra que peco de inocente de una manera casi constante. Por ello aún queda un resquicio de esperanza en mí para decirte que te concedo una última oportunidad.
No voy a pedirte que enmiendes tus actos, ni mucho menos, porque ellos ya son parte de nuestras vidas y nos hicieron más fuertes.

Tiendo mi mano para ofrecerte una especie te “tablas” , si me lo permites. Te propongo un plazo, concretamente 2 meses, para darnos una tregua a mí y a todos hasta tu partida. No te pido mucho, sólo que pares. Firmar un acuerdo tácito entre tú y yo para acabar esta guerra que no lleva a ninguna parte, porque te irás y no volverás, y vendrá otro que te sustituya (quizá mejor o peor, eso nunca se sabe).

Por mi parte prometo no recordarte perpetuamente por lo malo, sino por los diminutos momentos inolvidables que se te escaparon (yo creo que sin querer) entre maldad y maldad.

Lo que harás con esta carta es cosa tuya, puedes tirarla o plantearte lo que expongo. Total sé qué estás cansado y yo también. Ambos merecemos un respiro.

Atentamente.

Carta al Ilmo. 2008