sábado, 28 de marzo de 2009

Ave migratoria.

Un pájaro cayó de un octavo piso. No pudo volar, porque no tenía alas, a pesar de haber venido desde otro continente, cruzando un mar enorme y pacífico, a partes iguales. Las aves migratorias, siempre encuentran el camino de regreso.

Pintaba la fachada de un edificio colindante. Ningún arnés le abrazaba por la cintura, como hizo su madre allá en el sur, el día que se fue. Le tomó tan fuerte, tan profundo, que sólo una décima parte de ese abrazo cálido sustituido por la caricia de una cuerda, le hubiera salvado la vida.

Alguien grita, yo despierto, él muere, exactamente en el mismo segundo del día. Lo que sigue esas acciones simultáneas es el silencio, el más profundo, viene de sus compañeros, que desde arriba le ven pequeñito, como un juguete.

No llaman a una ambulancia. En ese instante en el que me despertaba, la mujer gritaba, y el pájaro moría, ellos perdían su trabajo, su vida y un hermano. Sobra decir que no tienen papeles, porque algunas aves no conocen tales menesteres.

Al menos ahora, ya nadie le puede impedir volar a donde quiera, como los pájaros migratorios, que siempre, siempre, encuentran el camino de regreso.

jueves, 19 de marzo de 2009

Olor a naranjas

Recogía naranjas una vez al año. En un cortijo enorme, cuyos árboles no la dejaban ver un horizonte completado con la línea azul del mar. Era pequeña, pero él lo era mucho más. Le aupaba con sus bracitos para alcanzar aquel fruto preciado, directamente del árbol. No podía con ella porque casi le doblaba en tamaño pero eso no importaba. Sólo la tenía una vez al año, y debía aprovechar.

Las naranjas no les cabían en los bolsillos y corrían persiguiéndose mutuamente hasta llegar a la cocina de la casona. En la pila, una de esas antiguas, enormes, sacaban brillo a la fruta. El niño rubio de ojos azules las mordía directamente, ella no se dejaba “como se nota que eres de ciudad” le decía riéndose, mientras que ella torpemente sacaba el jugo que podía, apretándola muchísimo y manchándolo todo.

Uno de esos días se tiraron en el sofá, exhaustos. Ella se quedó dormida y no quería. Una vez al año, sólo una vez, podía estar allí, en el campo, cerca del mar, como siempre quiso, y no quería perder el tiempo durmiendo, pero durmió.
Él la cogió de la mano sin que ella se diera cuenta (o eso pensaba) y la miró durmiendo. Se despertó dos horas después y le gritó. “No me tenías que haber dejado dormir, no me tenías que haber dejado dormir…”

“¿Mamá, porqué la fruta en Madrid no huele?”

Meses después dormía en la capital, soñando con naranjos y niños pequeños con quien jugar. Su madre la despertó de madrugada. Ese día dejó de creer en dios.

“Cariño, ven, vamos a rezar, porque hoy, hay un ángel más en el cielo”

La llevó a su habitación y la sentó sobre la colcha azul celeste, mirando hacia la cabecera de la cama de matrimonio, donde había una cruz.
Hubiera escupida sobre ella, si no hubiera resultado violento que una niña de nueve años hiciera algo así delante de su devota progenitora.
Ahora entendía porqué las naranjas no olían en Madrid. Él se las había llevado, a un lugar donde no deben ir nunca los niños.

domingo, 1 de marzo de 2009

La ducha.

Dormía. Soñaba con algo que al despertar no recordó. Hacía calor y le costaba despegarse de las sábanas. Tanteó el suelo con los pies descalzos, buscó sus zapatillas y se dirigió directamente a la ducha. Su desnudez era igual de vulnerable a la de todos. Se rozó suavemente los huesos de la cadera, los hombros sobresalientes, y acabó palpándose el cuello, con ambas manos, presionándose ligeramente bajo las orejas, para que el dolor que le conducía todas las mañanas hasta ese lugar cesara.

El agua llegaba con dificultad a su rostro antes de que se evaporase. No encontraba un término medio de temperatura en su malgastado termostato. O helada, o desgarradoramente termal. Elegía siempre la segunda opción.

Dejó, tras enjabonarse por última vez la cabeza, que el agua cayera por su nuca. Mirando al suelo se alertó de un fenómeno inusual. Todo estaba lleno de puntitos negros. Se puso de cuclillas y cuando fue a tocar con el dedo índice uno de esos diminutos seres se fue corriendo. Anonadado, intentó capturar a los demás. Uno a uno huían de sus manos, deslizándose por el desagüe.

Cerró el grifo algo confuso. Cogió la toalla y se la enrolló, no sin antes cerciorarse de que habían desaparecido todos sus lunares.