"Fíjate, fíjate, fíjate en aquellos olivos sin amo".
Olivares, extensos olivares huérfanos de padre y madre.
Igualicos los árboles, de arriba a abajo. Descuidados, con las olivas rotas, muertas,que no llegaron a sudar aceite.
Descontextualizado, el asunto viene dado mientras observo aquel olivo perdido en el camino de los piratas, al lado del mar. Me extraña que aquel árbol de tierra seca esté allí, perdidito. Tomé su fruto con mis manos -nunca me gustó el sabor- y observé la esquelética silueta de su madre. Siempre he sentido que tienen algo trágico esas formas desgarradas. Tengo la impresión de que siempre está sufriendo, que se retuerce de dolor. Que controla unos espasmos invisibles y lentos.
Esos mismos olivos la daban cobijo 70 años antes. Cuando sonaban las sirenas que anunciaban los bombardeos. Ella, claustrofóbica perdida cuando los psicólogos aún no habían inventado aún el término, corría al campo a resguardarse bajo esos árboles que, a mi juicio, sufren siempre. Todo el mundo bajaba a los refugios, pero ella no, que eso le agobiaba, que se ahogaba, que se fiaba más de las hojitas verde oscuro -ya, ya, yo tampoco me lo explico-.
Desde entonces cuando ve un campo de olivos les da las gracias. Y yo pienso que el gusto, a veces, se hereda sin saberlo. Porque cómo iba a saber yo que sin esos árboles quizás no estaría escribiendo ahora. Total, que me gustan los olivos.
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